En la vida diaria es normal caminar por la calle y encontrar gente linda, muy linda o poco agraciada. Pero esos rangos extraños de belleza resultan tan burdos cuando uno se aleja de la realidad y cae en otra latitud donde la definición de hermosura tienen otros parámetros. A pito de una selección absolutamente arbitraria, he decidido compartir las apreciaciones de belleza que he logrado recopilar durante mis recientes viajes.
Isla de Pascua: a mí modo de ver, o la amas o la odias. Durante el mes y medio que estuve en la isla, acostumbrarme al carácter fuerte de la gente fue, en principio, tema más importante que la exuberante belleza del lugar. Una vez que me relajé - y dejé de sentir que todos me atacaban-, logré encontrar ese encanto que enamora a la gran mayoría de sus visitantes. Porque cuando estás en la cima del volcán Rano Raraku, la fábrica de los moais, y miras al rededor, buscas y buscas responder cómo diablos en la mitad de la nada una cultura indígena pudo crear su propia civilización, con una cosmovisión riquísima. Sobre los rasgos de los rapa nui, ni hablar. El carácter de hombres y mujeres junto a sus cuerpos y rostros preciosos, los hace adorables. Sólo en la isla, conociendo su historia, descubres que sus rasgos son netamente de un pueblo guerrero y su físico lo expresa. Además, explotan su belleza en la vida diaria: no es extraño que un día cualquiera los chicos y chicas después del colegio vayan a surfear antes que a encerrarse a ver tele en sus casas. Y ojo: invierno y verano. Al bailar lucen lo mejor de lo suyo: además que es imposible igualarlos en la pista de baile cuando bailan souk -el baile polinésico del amor-, el perfume del monoi que aplican para el brillo en su piel, y las flores y plumas que llevan en su pelo como nadie, hace que sentarse a contemplarlos sea un grato panorama. Pocos se imaginan cómo es el lugar y menos comprenden cuál es su magia cuando no han pisado tierra polinésica, pero sus encantos se descubren, a mi modo de ver, cuando comprendes que esa belleza está atada a una cultura de la que uno jamás en la vida podrá ser parte por completo. Quizás por eso también el encanto: porque si bien son parte de lo nuestro -chilenos geográficamente- en realidad poco y nada tenemos en común. Mientras nosotros solemos mirar la belleza y el pensamiento europeo y americano como el modelo a seguir, indiferentes a las tonteras que consideran son preocupaciones en el continente, ellos miran hacia la polinesia, donde descubren raíces más cercanas y estilos de vida afines. Podríamos hablar día y noche de la belleza de Isla de Pascua, pero aún así, muchos temas seguirán siendo un misterio.
Cuzco, Tacna y Arequipa: mi pasada por Perú estuvo marcada por los mercados, más que por mi visita a Macchu Picchu. Si alguien me preguntara cuál es la imagen más bella que recuerdo, son las caseras ofreciéndote deliciosos jugos naturales en el mercado de Cuzco. Agitando pañuelos blancos, te gritan un rosario de piropos que a uno le suben el ego y hacen sentirse querida, mientras para ellas significa ganarle el cliente al resto de mujeres (¿unas 20?) que te esperan en su carrito. O los pasillos repletos de telas de colores que venden por metro, o los pasillos de carne, donde lucen con orgullo las cabezas de chanchos con una manzana en su boca que, muertos, esperan que un comprador los lleve a su cocina. O la serie de puestos donde puedes encontrar gallinas muertas o hierbas raras, dignas de una ceremonia de brujería. Ese mercado, junto al de Tacna y Arequipa, donde te puedes perder buscando chucherías, los guardo como el mejor recuerdo, antes que mi paso por Macchu Picchu. Y tengo una razón. Mi teoría dice que cuando uno añora desmesuradamente algo y lo alcanza, todas las impresiones son mil veces más lindas que en un estado normal. En Macchu Picchu creo que pasa eso: las opciones para llegar a las ruinas son recorrer el camino del Inca -caminata que puede durar entre 3 y 7 días- o, comprar un tour que te aloja en Aguas Calientes y luego te lleva en bus a las Alturas, donde realizas el recorrido en una tarde. Como las inscripciones para el camino del Inca estaban copadas, no tuve otra que comprar el tour. Y fue fácil: me subí al bus, llegamos y me puse a caminar. Y claro, claro que el lugar es una maravilla y que deja con la boca abierta. Pero no más que eso. Estoy completamente segura que si mi recorrido hubiese sido más largo, con una caminata agotadora, pasando hambre y frío, de seguro que llegar al mirador que muestra toda la ciudad inca, habría sido una experiencia religiosa. Es decir, creo que el agotamiento actúa como una droga que acentúa la belleza de las cosas.
Brasil: las dos veces que he visitado Brasil he ido al estado de Salvador de Bahía. La primera vez, hace 4 años, el impacto fue grande: un lugar donde la raza negra es mayoría y hasta el más gordo tiene un cuerpo que denuncia sus curvas. Las mujeres son altas -muy altas-, hermosas y sensuales. Ah, y cómo no, atrevidas. Los hombres se saben exóticos y es tan normal como comer pan con mantequilla, verlos de la mano con una gringa rubia, blanca y bien desabrida. Polos opuestos se atraen, dicen. En contraste, todas las construcciones son blancas y con tejas rojas, la ciudad está llena de iglesias, el aroma de los árboles frutales es constante y la sensación de un calorcito rico abraza día y noche. En Bahía, vaya que sí, todo es exuberante. Las bahianas de Pelourinho te ofrecen unas delicias en sus carritos y mientras te deleitan con su cocina, quieres fotografiar su traje blanco, su turbante azulado y sus collares azul y blanco, los colores de Jemanjá, la diosa del mar que protege Bahía. Como en todo lugar exótico, no es raro que haya un aire de calentura en todos lados. De noche los bares están repletos de gringos con mulatas. Ellas, con sus polleras cortas y poleras ajustadas, dejan en claro que sus cuerpos las acompañan y no tienen vergüenza en sacar provecho de ello. Como me comentó la argentina que me alojó la primera vez, “Si llegas con marido a Bahía, lo más seguro es que lo pierdas”. Porque no es nada raro que si estás con tu pareja compartiendo un trago en un bar, llegue una chica y le deje un papel con su número telefónico. Así de simple. Y puedo decir, desde una situación cómoda por estos lares, que antes de pisar Brasil, nunca me había sentido tan pichiruchi. Entre invisible y poca cosa. Pero lejos de toda muchedumbre, el lugar más hermoso que he visitado en Brasil ha sido Taipú da Fora -una isla en el estado de Bahía donde la playa completa es tuya- y Belmonte, que fuera el lugar más rico del norte hasta principios de siglo, pero que luego de una crisis en el mercado del Cacao, fue abandonada por todos los ricachones que la habitaban y hoy es una joya en ruinas, donde los negritos andan en bicicleta y juegan fútbol en una playa hermosa con aguas poco cristalinas. Más al norte es diferente. Carnaval tuve la suerte de pasarlo en un pueblito chico, al costado de Redife, llamado Olinda. Allí todos son más normales, y si le preguntas a un brasilero cualquiera, te dicen que la gente es más fea. Yo no sería tan tajante, sino que sólo diría que es más cotidiano. Sin embargo, en mis recuerdos es el lugar más encantador que conocí de Brasil. La gente es simple, amable, simpática. Puedes conocer personas sin temor, te abren sus puertas sin esperar nada a cambio y luego de que te marchas te escriben correos por siempre.
México: DF, desde la ventana del avión, es una ciudad interminable. Las rotondas, de doble sentido, la cosa más freak en su diseño urbanístico. Las micros, el lugar donde todos te miran como un extraño, los bares de Plaza Garibaldi, un desafío al buen comportamiento: inolvidable el cartel que rezaba a la entrada “Por Favor, No Entrar con Pistolas”. Lejos del movimiento de la capital, los destinos más hermosos de México, a mi gusto, son Taxco, un pequeño pueblo de platería donde las joyas son tan lindas como sus callecitas, y las casitas blancas que tienen que lucir tejas rojas por orden municipal; o Tulum, las ruinas que se encuentran en la costa, donde el agua cristalina es un placer de aquellos.
Buenos Aires: quizás se volvió tan normal cruzar al otro lado de la cordillera, que ver a los trasandinos con tanta cercanía los volvió demasiado comunes. Ese toque europeo de la ciudad tampoco poco me alucina y menos aún desde que reflexioné que nada de ese toque me alucina porque prefiero ese rasgo sucio pero colorido de lo que podríamos llamar propiamente latinoamericano. Sin embargo, entre Santiago y Buenos Aires, lo que nunca deja de deslumbrar, es la belleza de sus prendas. La ropa hermosa que puedes descubrir en ferias, tiendas, boutiques. En todos lados. Desde la más barata a la más cara, en Buenos Aires lo que tienen bien incorporado en la cabeza es que vestirse bien es un gesto de amor propio que nadie puede olvidar. Sus calles repletas de gente también son lindas y la vida nocturna que no se acaba. Esa facilidad de viajar hace que suela olvidarme de eso.Nueva York: Estados Unidos es, de todos los destinos, el que menos me interesa en el mundo. Pero Nueva York era la excepción. Con la suerte de encontrar un ofertón de pasaje a sólo 250 dólares, hace un par de años partí a NYC con mis mejores perchas en la maleta. Estuve 10 días, y creo que lo que más dormí fueron 6 horas seguidas, porque sólo quería caminar y escribir sobre todo lo que mis ojos veían. Caminé, caminé, caminé y caminé, sacando fotos a todas las razas que se paseaban sin más en las calles: negros, asiáticos, árabes, latinos, europeos y neoyorkinos deambulando hacia alguna parte. Fascinada con esa mezcla inexplicablemente atractiva, mi ropa de colores fuertes me hizo sentir, como nunca, radicalmente latina. Extrañados de que sonriera, el comentario constante de quienes me conocieron era mi alegría. La belleza de Nueva York, en mis recuentos, es la inmensidad de lugares por conocer, las horas que uno puede perder al interior del Central Park, los innumerables museos para perderse y las miles de calles que hay pro descubrir. Es imposible no quedarse con al boca abierta en el Time Square y sus infinitas luces, y con cada cosa extraña que pasa en la calle como un tipo tocando guitarra en pelota. Tan gringo y tan de Nueva York. La despedida también fue un cliché: de noche, mirando las luces de la ciudad desde la ventana del avión, mientras comenzaban a dar El diablo se viste de Prada y mostraban las cientos de vitrinas de la 5a Avenida que, por un momento, creí me volverían loca.
La belleza, sin más, es un hito en la vida. Porque lo quiera uno o no, las cosas lindas atraen, hacen sentir amor por ellas y alegran los ambientes. Las cosas lindas que me rodean hoy, que menos puedo viajar, son mi casa de soltera -donde cada objeto bello que se suma a mi repisa es una joya invaluable-, las comidas deliciosas que aprendo a cocinar -y que puestas en la mesa son verdaderas obras de arte-, un hombre bello que encuentro cada vez más bello mientras más lo amo, y cada vez menos el Santiago que por tanto tiempo quise, pero que el smog espanta. Chile, cómo no, es un país lleno de cosas bellas. Sin duda la playa, el desierto, los bosques, las calles de Santiago, los perros callejeros y todo ese sinfín de híbridos que se descubren día a día.
Un lugar lindo en el mundo, repleto de otros bellos destinos.