Una belleza amarga: las aventuras de Conejo Amstrong

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 Cualquier cosa, menos la belleza, conduce la vida de Harry “Conejo” Amstrong, el incorregible personaje al que John Updike dedicó algunas magníficas novelas que atraviesan toda la segunda mitad del siglo veinte: Corre, Conejo (1960), El regreso de Conejo (1971), Conejo es rico (1981) y Conejo en paz (1990), más una breve secuela final llamada Conejo recordado (2000). La confusión, el egoísmo, la porfía, el encierro, pero la belleza no –y sin embargo tras acabar la última página de la saga terminas considerando que Conejo, el más vulgar e imperfecto de los mortales, es un tipo impresionante, un verdadero compañero de ruta, alguien con quien estarías más que dispuesto a compartir largas horas para que te siga contando sobre las cosas que sabe y ha aprendido tras cumplir con su breve temporada en este mundo.

Burla

En un primer sentido, la novela –las cinco entregas son, en verdad, partes de una misma cosa– no es sino una despiadada burla del autor hacia su protagonista. Todo arranca cuando Harry, en un impulso súbito, huye de la deslucida normalidad de su vida adulta y se instala a vivir con una amante casual. Tiene de una sensación de decadencia temprana: siendo muy joven, en el colegio, Conejo ha alcanzado su peak social y personal siendo un basquetbolista extraordinario, pero la adultez no ha estado a la altura. No llegó a conseguir sino un trabajo mal pagado, no ha salido jamás de su pequeño pueblo, se ha casado con la hija de un hombre de cierto dinero a la que estima pero que no puede sino tratar como a una tonta, tiene un hijo con el que no se entiende en lo absoluto, y una libido inefable que es la causa de las principales metidas de pata que ha cometido en su vida. Viendo que cada día es igual al anterior y a los que prometen venir de ahí en adelante, en lugar de hacer algo por cambiar su destino, escapa.

Y vuelve a hacerlo cada vez que se siente acorralado. En una ocasión, de la manera más vergonzosa, huye todavía más literalmente: sale corriendo, ante la mirada incrédula de todos sus conocidos, del funeral del que era su segundo hijo, al sentir que la realidad se impone nuevamente sobre su precaria fuerza de voluntad. Pero la realidad, como no puede ser de otra manera, lo acosa, no importa donde se esconda, y lo seguirá acosando hasta su último día.

Rescate


¡Corre, Conejo! –le dice a Harry el sarcástico John Updike. Pero en sus diálogos, a la manera de un contrarelato que desafía las apariencias, Conejo se va revelando como alguien que posee una forma de sabiduría que no parece provenir de su propia experiencia, que es más astuta y rica, más cínica y transgresora. “El crecimiento es traición. No hay otro camino. No es posible llegar a un sitio sin abandonar otro”, dice de pronto, como presentándose, y va más allá: “Después de un tiempo uno comprende que incluso los dólares y los centavos son sólo una idea. En última instancia lo único que importa es depositar algo de mierda en la taza del inodoro una vez por día. De alguna manera eso sigue siendo real”.

Updike pone en juego toda su artillería fina en las astutas ironías de Conejo. Es así como, por ejemplo, puede hábilmente rechazar las histéricas expectativas de su mujer, que le ha puesto los cuernos: “¿Por aquella aventura pasada? No te guardo ningún rencor, Janice. Te mejoró como persona”. O sin aspavientos reconocer que “las traiciones y excitaciones del día deben resolverse haciendo el amor” y que, más aún, “desde que se la metió a Thelma por el culo se ha sentido más libre, más enamorado del mundo”. Aunque claro, “tanto follar, todo el mundo follando, no sé, me entristece. Eso es lo que vuelve tan difícil que las cosas funcionen”.

Conejo es un hombre pragmático y de lengua punzante, tosco, que va al bulto, ajeno a artificios y preciosuras de cualquier especie. Odia la música country que busca “hacernos mejores de lo que somos” así como odia a esas “mujercillas atemorizadas que dan la impresión de pensar que van a crucificarles si su sonrisa flaquea un segundo”. Tampoco entiende a los jóvenes, o quizás sí: “El dolor es el meollo de la cuestión para los punkis. La mutilación, el odio a uno mismo, la tortura. Para los chicos de hoy, lo feo es hermoso. Es su forma de decir que le estamos dejando un mundo sucio”. Y de su propio hijo, al que no sabe manejar, señala amargamente: “hacemos compañeros del aire y los herimos, para que ellos nos desafíen, completando la creación”.

A medida que envejece se vuelve, siempre dentro de su inestable personalidad, más seco y profundo. En décadas enteras sólo en mínimos instantes “siente que en su interior se fortalece algo antinatural que podría ser amor”. La cercanía de la muerte, sin embargo, comienza a iluminar las cosas de otra manera. En una escena que es difícil de reconstruir, Conejo hace algo que de algún modo lo invierte y lo revela. Cuando sabe que le queda poco tiempo de vida, toma el teléfono y llama a su nieta de diez años. Ella –que meses atrás ha inmortalizado para toda la familia la frase: “el abuelito es ridículo”– recibe, sin comprenderlo, el sencillo y último consejo que Conejo tiene para dar: “Estudia mucho, ahora. No te preocupes por esos críos que se creen grandiosos. Tu eres una niña encantadora y todo te será dado si sabes esperar. No fuerces las cosas. No fuerces el crecimiento. Todo saldrá bien”.

En ese llamado a la prudencia y a la confianza, Conejo Amstrong parece decirnos: el paso del tiempo termina encontrando, al final, alguna razón que darnos. Lo mismo que se burla de nosotros nos rescata.

¿Hay ahí una forma de belleza, después de todo? Parece que sí; una belleza amarga, quizás –y por lo tanto moderna, como diría el poeta– pero Ella al fin de cuentas.