Por J.C. RAMÍREZ FIGUEROA ¿Por qué incluso escribir la palabra "Buenos Aires" tiene más peso que mencionar cualquier lugar de Chile, exceptuando tal vez Valparaíso? Quizás entre tanto terremoto y edificios de departamentos sólo nos va quedando la memoria reciente. La otra, la más importante, la que da profundidad a los nombres, desaparece entre las pocas calles empedradas que quedan.

Tuvieron que ser unos marinos ingleses del siglo XIX quienes escribieron la sorprendente "Talcahuano Girls". Una canción que, con el mismo tono del tema central de "Popeye" le canta a las refinadas mujeres del puerto y describe ciertos lugares de la ciudad vecina a Concepción. En esa época, recordemos, la península de Tumbes era una especie de "village" de inmigrantes franceses y holandeses y esta canción dio, literalmente, la vuelta al mundo en las recias voces de los marineros, para terminar en el repertorio de los artistas folk de los sesentas. Todo esto se puede rastrear en internet.
¿Cuantas canciones así, compuestas en Chile, han pasado la prueba del tiempo? A excepción de Valparaíso y, tal vez, la relativamente difundida "Concepción" de Los Prisioneros, no hay una tendencia a cantarle a nuestras ciudades y todo lo que pasa allá dentro.
Acá en Santiago, basta recorrer el barrio Paris Londres, Plaza Brasil, Calle Nueva York, Matucana o el barrio Concha y Toro y unificarlos imaginariamente para tener una ciudad increíble. Un espacio -que de hecho resiste el olvido- digno de ser retratado. El problema es que en medio de ellos, están todos esos locales y construcciones horribles, hechas a la rapida, total, todo esto puede caerse por un terremoto.
No es un secreto que cuando la aristocracia de los años 20 se marchó de la Plaza Yungay a Los Leones, en busca de una vida más "estadounidense", dejó una "maldición" tácita sobre las espléndidas construcciones que abandonaron. Un manto negro repleto de muertes, apariciones fantasmales, delincuencia que se trasmite en formato "mito urbano" de generación en generación. Los muy desgraciados, no conformes con abandonarlos, dejaron sobre los nuevos propietarios esta mala fama.
El feísmo que inunda nuestras fuentes de soda, calles, negocios y casas, sumado a esta "mala fe" de la aristocracia (que maldijo también el cerro Santa Lucía, como me explicaba el periodista Rafael Otano), hacen que Santiago sea una ciudad sin pasado, sin memoria. Un paisaje dominado por el fatalismo chileno y esa mentalidad económica que, al sentir que nada de lo que trabaja le pertenece (las frutas son exportadas, las fábricas enriquecen a los jefes) lo dejan a la mitad, feo, sin cariño, que se pudra todo.
Así, está claro que el peso simbólico de los viejos lugares se desvanece en manos. Lo mismo debe pasar en regiones.
A diferencia de Paris, Buenos Aires o Nueva York, donde mencionar una avenida se carga de significados (pregúntenle a Lou Reed), hacerlo con algún lugar de acá no produce nada. ¿Será que vivimos con la insoportable sensación de no tener pasado y lo poco que hay puede venirse abajo en el siguiente terremoto? |