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Oeuvres Complètes, I: 173-178 “Le langage des fleurs” de Georges Bataille |
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traducido por Rebeca Errázuriz El lenguaje de las flores En vano es considerar, en el aspecto de las cosas, únicamente los signos inteligibles que permiten distinguir diversos elementos los unos de los otros. Lo que impresiona a los ojos humanos no determina solamente el conocimiento de las relaciones entre los distintos objetos, sino también cierto estado del ánimo decisivo e inexplicable. Es así como la visión de una flor denota, es cierto, la presencia de esa parte definida de una planta, pero es imposible detenerse en ese resultado superficial; en efecto, la visión de la flor produce en el ánimo reacciones de consecuencias mucho mayores, debido a que expresa una oscura decisión de la naturaleza vegetal. Lo que revelan la configuración y el color de la corola, lo que traicionan las manchas del polen o la frescura del pistilo, sin duda no puede ser expresado adecuadamente a través del lenguaje; sin embargo, es inútil desatender, como se hace generalmente, esa inexpresable presencia real y rechazar como un absurdo pueril ciertas tentativas de interpretación simbólica.
Pero esta interpretación corre el riesgo de parecer poco sorprendente: en efecto, el amor puede ser considerado, desde el principio, como la función natural de la flor. Así, la simbolización sería debida, también aquí, a una propiedad precisa y no a la impresión que afecta oscuramente la sensibilidad humana. Dicha interpretación, entonces, no tendría más que un valor puramente subjetivo. Los hombres habrían relacionado la deslumbrante eclosión de las flores con sus sentimientos debido a que, en ambos casos, se trata de fenómenos que preceden a la fecundación. El rol asignado a los símbolos en las interpretaciones psicoanalíticas corroboraría, además, una explicación de este orden. En efecto, es casi siempre una proximidad accidental la da cuenta del origen de las sustituciones en los sueños. Conocemos bien, entre otros, el sentido otorgado a los objetos cuando son puntiagudos o huecos. Nos libraríamos así cómodamente de una opinión según la cual las formas exteriores, sean seductoras u horribles, revelarían en todos los fenómenos ciertas decisiones capitales que las decisiones humanas se limitarían a amplificar. De modo que podríamos renunciar inmediatamente a la posibilidad de sustituir la palabra por el aspecto como elemento del análisis filosófico. No obstante, sería fácil mostrar que la palabra permite considerar en las cosas solamente los caracteres que determinan una situación relativa, es decir, las propiedades que permiten una acción exterior. En cambio, el aspecto introduciría los valores decisivos de las cosas… Pero también aquí podemos oponer una objeción maliciosa a la interpretación por el valor objetivo del aspecto. En efecto, la sustitución de elementos esenciales por elementos yuxtapuestos concuerda con todo lo que sabemos espontáneamente de los sentimientos que nos animan, puesto que el objeto del amor humano no es nunca el órgano, sino la persona que le sirve de soporte. De este modo, la atribución de la corola al amor podría explicarse fácilmente: si el signo del amor es desplazado del pistilo y los estambres a los pétalos que los rodean, es porque la mente humana está habituada a operar este desplazamiento cuando se trata de personas. Pero, aunque haya en ambas sustituciones un paralelismo indiscutible, tendríamos que imputar a alguna Providencia pueril una singular preocupación por responder a las manías de los hombres: cómo explicar que estos elementos de ostentación, Evidentemente, sería más simple reconocer las virtudes afrodisíacas de las flores, cuyo aroma y cuya contemplación despiertan, desde hace siglos, los sentimientos de amor de mujeres y hombres. Durante la primavera, algo se propaga en la naturaleza de un modo exuberante, tal como los estallidos de risa aumentan progresivamente, los unos contagiando o haciendo eco a los otros. Muchas cosas pueden transformarse en las sociedades humanas, pero nada prevalecerá contra una verdad tan natural: que una bella muchacha o una rosa roja significan el amor. Es imposible exagerar las oposiciones tragicómicas que se revelan a lo largo de aquel drama de la muerte representado indefinidamente entre tierra y cielo, y es evidente que no podemos parafrasear el duelo irrisorio más que introduciendo, no tanto como una frase, sino más exactamente como una mancha de tinta, esta empalagosa banalidad : “que el amor tiene el aroma de la muerte”. Pareciera que el deseo no tiene nada que ver con la belleza ideal o, más exactamente, que éste se ejerce únicamente para mancillar y marchitar esa belleza que no es, por lo tanto, para los espíritus taciturnos y comedidos más que un límite, un imperativo categórico. Nos representaríamos, así, a la flor más admirable no, siguiendo la verborrea de los viejos poetas, como la expresión más o menos insípida de un ideal angelical, sino, todo lo contrario, como un sacrilegio inmundo y brillante. En efecto, las raíces representan la contraparte perfecta de las partes visibles de la planta. Mientras éstas se elevan noblemente, aquéllas innobles y viscosas se revuelcan al interior del suelo, enamoradas de la podredumbre como las hojas de la luz. Por otra parte, conviene observar que el valor moral indiscutido del término bajo es solidario a esta interpretación sistemática del sentido de las raíces: lo que está mal es necesariamente representado, en el orden de los movimientos, por un movimiento de lo alto hacia lo bajo. He aquí un hecho que es imposible de explicar si no se le atribuye significación moral a los fenómenos naturales, de los cuales hemos tomado este valor, precisamente, en razón de su aspecto, signo de los movimientos decisivos de la naturaleza. Era más difícil demostrar que la misma oposición aparecía en un punto aislado de la planta, en la flor, donde cobra una significación dramática excepcional.
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