Por JAVIER SANFELIÚ Hace poco estuve cuatro meses sin trabajar. Decidí dejar un trabajo porque, como dijo alguna vez Julio Iglesias, me olvidé de vivir.
Viví muchas cosas alucinantes, pero la mejor de todas fue descubrir la ciudad desde la desocupación, que es totalmente distinta a la ocupación. Desocupado y en bicicleta es distinto que ocupado y en auto. El auto encapsula la realidad y la transforma en un espacio físico que en general pareciera ser siempre el mismo, lo que con el paso del tiempo aliena desde el borde más fuerte: la rutina. En cambio, la bicicleta te hace vivir afuera, y cada día es distinto porque puedes andar sobre una acera o en una ciclovía, tomar una calle que en general no usas. La ciudad ama a la bicicleta, y la bicicleta a la ciudad. Cada vez más habitantes de la capital están ocupando ese invento prodigioso, una chica espléndida que le da oxigeno a su dueño y de paso también a la urbe.
Por otro lado, también te das cuenta de que el santiaguino ocupa y mucho su ciudad en horarios donde la gran mayoría está dentro de las cuatro paredes de las oficinas. Mucha gente está en la calle a las 10:45 haciendo deporte o leyendo libros. A las 16:21 los parques en primavera están llenos de gente. Entonces, ¿por qué existe ese discurso algo gastado de que nosotros no tenemos la costumbre de ocupar espacios físicos? Por supuesto que no contamos con parques como París o Buenos Aires, que lamentablemente no se respetaron esas dimensiones de parques públicos para que la gente se congregue a vivir ocio. Pero los que están, lo poco que hay, pasa lleno. Lo que pasa es que no lo vemos porque estamos produciendo en oficinas. Produciéndonos colon irritable, cefaleas, cáncer y depresiones. Y meteorismo. La ciudad del desocupado tiene notables cafés. Clásicos como el Tavelli del Drugstore o Manuel Montt, nuevos como el Espreso de Pedro de Valdivia con Bustos, el Mosqueto, en fin, el que quiere encuentra. Y de nuevo salimos con que no tenemos cafés, que no somos como los porteños del tango el café y la conversa. Yo doy fe de que el chileno conversa y toma café. No sólo piscola y ron. También tiene cultura de café y con más frecuencia vemos cómo la gente lee sola algún diario o libro. Hay librerías notables como la Qué Leo, la Ulises, la misma Feria Chilena. Algo se está transformando pero nadie repara en ese cambio. Existe una ciudad imaginaria y torpe en nuestra percepción de la ciudad real. Seguimos con un discurso medio arribista sobre el cómo debe ser la ciudad, y no nos percatamos de los cambios que ha tenido. Medidas extremas para seguir mejorando la ciudad: encarcelar a todos los que están comprando autos nuevos año tras año. ¿Para qué? No hay nada más molesto que vivir un taco, quedar atrapado “dentro de nuestros malditos cochecitos”, como decía Domenico Modugno en un puntapié a la ciudad. Y esa gente que ocupa autos para comprar el pan a tres cuadras, existe, y merece condenas de cárcel. Silla eléctrica a todos los que se hacen los lesos con las construcciones que aparte de provocar un ruido satánico, levantan una cantidad de polución espeluznante. La cantidad de grúas que se pueden observar en una ciudad como Santiago son difíciles de cuantificar. Dan ganas de ser dueño de la empresa de grúas, nunca imaginamos que podían existir tantas y ocupadas al mismo tiempo. Crucifixión a todo aquel que sigue hablando de un Santiago que murió ya a fines de los años noventa. Hoy tenemos una capital viva, llena de eventos y de lugares, de gente que está optando por amar su ciudad. Dejemos en la cruz a los que se atrevan a blasfemar contra una ciudad que intenta encontrar una oportunidad en el corazón de sus propios habitantes. Porque señora, señor: Santiago es una ciudad apoteósica, lleno de recovecos, de lugarcillos curiosos, de mujeres bonitas y de hombres amables. Si cambiamos el discurso, corremos un velo y veremos aquello que nadie quiere ver o entender: nosotros somos la ciudad. Y querámosla como a nosotros mismos. |