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Gracias a la nada |
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Por SERGIO FORTUÑO Una vez libre de la influencia de cualquier creencia religiosa o cualquier ideología, la idea de una vida finita es el único sustento de un sentido a la existencia, lo único capaz de albergar una ética e incluso apuntar a una trascendencia.
Tenía cinco años e intentaba conciliar el sueño. La oscuridad de mi pieza y la posición horizontal me sugirieron la sensación de una tumba, por lo que pensé en cómo sería la mía una vez muerto. Me entretuve acariciando ideas extremas de oscuridad e inmovilidad, hasta que reparé en que en mi propia tumba no habría oscuridad ni inmovilidad, porque mi cuerpo inerte no percibiría la completa ausencia de luz ni la completa ausencia de desplazamientos en el tiempo. Tampoco habría tiempo. Sencilla y aterradoramente, no habría nada. El vértigo que entonces sentí por primera vez, un vacío estomacal que no carece de atractivo como suele pasar con el vértigo, parecido al que provoca una montaña rusa, vuelve a mí de cuando en cuando, sin que yo me lo proponga, como un recordatorio que mi propio cuerpo se encarga de deslizar en medio de las ocupaciones cotidianas. Aunque en momentos como esos no hay más que la sensación y es imposible racionalizar a partir de ella, con los años he podido pensar al respecto y valorar la conciencia que, como individuos de la especie humana, tenemos de nuestro propio fin. Una vez libre de la influencia de cualquier creencia religiosa o cualquier ideología, la idea de una vida finita es el único sustento de un sentido a la existencia, lo único capaz de albergar una ética e incluso apuntar a una trascendencia. Si suponemos una vida sin fin, cualquier noción de bondad o maldad, de genio o estolidez, sería innecesaria. “... en un plazo infinito le ocurren a todo hombre todas las cosas”, escribió Borges en el cuento El Inmortal. “Por sus pasadas o futuras virtudes, todo hombre es acreedor a toda bondad, pero también a toda traición, por sus infamias del pasado o del porvenir”. En otro pasaje de la misma narración, Borges sugiere que la conciencia de la propia muerte es un rasgo distintivo de la humanidad: “Ser inmortal es baladí; menos el hombre, todas las criaturas lo son, pues ignoran la muerte”. La conciencia de la propia muerte también nos distingue como individuos, nos hace ser quienes somos. La filósofa alemana Hannah Arendt apuntó en su libro “La Condición Humana” que “los hombres son ‘los mortales’, las únicas cosas mortales con existencia, ya que a diferencia de los animales no existen sólo como miembros de una especie cuya vida inmortal está garantizada por la procreación”. La grandeza humana, las proezas, el arte, el heroísmo están para Arendt ligadas a la noción de mortalidad: “La tarea y potencial grandeza de los mortales radica en su habilidad para producir cosas –trabajos, actos y palabras- que merezcan ser... imperecederas con el fin de que, a través de dichas cosas, los mortales encuentren su lugar en un cosmos donde todo es inmortal a excepción de ellos mismos”. Las acciones de los humanos mortales, dotados de intelecto y voluntad, pueden gatillar el comienzo de una secuencia de acontecimientos imprevisible, cuyo contenido y duración no pueden establecerse desde el presente. Esto aparta a la humanidad del ritmo cíclico de la naturaleza, donde la cadena de actos y consecuencias permanece inalterada. Al ser mortales y tener conciencia de nuestra mortalidad, nuestras acciones pueden alterar el curso de nuestra vida y las de los demás, así como las del ambiente que habitamos y las especies con las cuales lo compartimos. Nuestra finitud nos impone preguntarnos sobre nuestros actos y evaluarlos según sus motivos y alcances. La bondad no es realizable en virtud de una vida ultraterrena, sino gracias a que no existe un más allá. | |||||||||||||||||
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