Por JOSÉ IGNACIO SILVA Este es el fin, hermosos amigos, únicos amigos. El final de cualquier cosa, la culminación de un ciclo. Gente que muere, relaciones que se disuelven, tiempos que se desvanecen... libros para cerrar.

Argentina, se sabe, es semillero de la gran narrativa del siglo XX, y no se queda para nada atrás en la del siglo XXI. Uno de sus exponentes más originales, reputados, eximios y connotados es César Aira (Coronel Pringles, 1949), quien ha aportado en las últimas décadas una de las prosas más sólidas de la plaza subcontinental, unidas en una especie de hermandad a las celestiales escrituras de Roberto Bolaño, Juan Villoro y Rodrigo Rey Rosa, entre otros. En esta ocasión, el prolífero autor –que ha incursionado en casi todos los géneros, hasta confeccionar un diccionario literario latinoamericano- aporta “Los misterios de Rosario”, libro publicado en 1994 que cuenta un tema, en apariencia nada nuevo, el fin del mundo, que viene a ocurrir, de entre todos los lugares del orbe, en la ciudad trasandina de Rosario. Como es marca registrada, el autor coquetea con el absurdo, en este caso con las peripecias de Alberto Giordano, un profesor de la Facultad de Humanidades, que se las arregla para inmiscuirse en un plan que alterará el clima de tal manera que, por ejemplo, se desatarán tormentas de nieve en Rosario, una ciudad de clima semitropical. Un grupo de profesores del mismo plantel salvan el día –y el planeta- internándose en una aventura, con seres tan fantásticos como risibles como la Isis Babilónica, el Muñeco de Nieve y el Hombre Fantasticular. La breve novela –otro rasgo de la obra de Aira, lo breve de sus entregas- está signada por lo insólito, y es, si no la piedra angular de la narrativa airana, una de sus herramientas más características. “Los misterios de Rosario” rebosa provocación, y personajes reales, jalonados por circunstancias ridículas –las que gracias al enorme genio de Aira, no hacen el menor ruido molesto-, que los fuerzan a cambiar y mutar en un corto lapso, absurdo que, por alto contraste, reafirma sus circunstancias corrientes, sus humanidades, mediante el desmoronamiento repentino de todo referente. Cuenta Aira: “Hubo un antes y un después del día en que se animó a ser brutal. La cortesía en él era más que un hábito o una defensa. Era la forma que tomaba la irrealidad de su vida. Del otro lado, en el territorio que nunca había hollado, estaba la realidad”.
Si de apocalipsis se trata, si se trata de ponerle la lápida al mundo que nos rodea y a los paradigmas que rigen a todo el vecindario, -y si se trata de allegarse al lado Melnick del espectro- el caso del investigador y politólogo estadounidense Francis Fukuyama (1952) es paradigmático, pero casi rozando el cliché. Este menudo profesor de origen nipón, pero nacido en Chicago -y que podría ganar tranquilamente la medalla de oro en un concurso de igualitos a Armando Manzanero-, publicó un opúsculo con quizás el título más efectista de toda la historia editorial de la humanidad: “El fin de la historia y el último hombre”, en el que, para hacerla cortita, el mundo que se conocía hasta 1990, donde imperaban el tira y afloja de teorías políticas, más bien maniqueas, propias de la dinámica de la guerra fría, quedaron pulverizadas por ese monstruo grande que pisa fuerte, llamado Neoliberalismo. El libro, que, ya se sabe, causó impacto mundial (y generó decenas de libros subsidiarios, libros que anulaban el fin, otros que vaticinaban otros acaboses, etc.), desecha todas las ideologías, considerándolas inútiles e instalando el gran paradigma: la Economía. Raro es, en todo caso, que la historia siga corriendo, pues Fukuyama no la mata (cómo podría hacerlo) sino que simplemente la cambia de pista, haciéndola avanzar firme e irrefrenable por la vía segregada de la ciencia y la tecnología. Y para posar una guinda maravillosa (o un ají en cierta parte, para otros) a este pastel espeluznante, el único lugar en todo el universo en el que se podría materializar la utopía marxista de la eliminación de las clases sería… Estados Unidos. Chúpense esa.
Las últimas palabras de los grandes próceres de la humanidad pueden ser cualquier cosa dado de quien vengan. Una sentencia para el bronce, una palabrota picarona, un amargo insulto o simplemente silencio, entre muchas otras salidas. El entomólogo y clarinetista catalán (¡!) Albert Angelo (1957) tuvo la feliz y simpática ocurrencia de recopilar los últimos momentos de personajes insignes de la historia -en rigor, el relato de testigos de aquellos últimos suspiros-. Algunas píldoras: “Nunca debería haber cambiado el whisky por los martinis” (Humphrey Bogart), “Amigos, aplaudan, la comedia ha terminado” (Ludwig van Beethoven), “¡Escriba usted que he dicho algo!” (Pancho Villa, instantes después de que lo dejaron como colador). Un catastro más que sugestivo de cómo los grandes prohombres afrontaron el último segundo de sus terrenales existencias, algunos con una frasecita, ora original ora siútica, bajo la manga, pero otros con el desconcierto de encontrarse con la guadaña, como Lady Di (“Dios mío, ¿qué ha pasado?”, dijo tras hacerse añicos en el Túnel del Alma de París). Un sabroso compilado de cómo los grandes hombres y mujeres bajaron la cortina de sus celebérrimas existencias.
Enrique Vila-Matas es, sin duda alguna, una de las plumas más destacadas de la literatura en lengua castellana de hoy. Aportando una literatura que es difícil de clasificar, pero nada difícil de leer, una de las más altas cumbres de la literatura de este autor catalán es “Bartlebly y Compañía”. Basado en el célebre escribiente Bartleby, ese ser empapelado de la burocracia oficinística, parido por la inventiva de Herman Melville, que un buen día “prefiere” no hacer nada más. Este libro es un catastro, una colección de escritores y seres raros que decidieron poner fin, sin decir “agua va” a la escritura, “prefiriendo no hacerlo”. El libro es una colección, un insectario (como suele hacer en su narrativa) donde la imposibilidad de encasillamiento en géneros es tan insuperable como genial, tan rotunda como original. En “Bartlebly y Compañía” los llamados “escritores del No” forman el álbum de autores que dejaron de escribir tras un libro, un par, o bien tras ninguno. Pynchon, Rulfo o Selinger, o el ineludible Rimbaud son parte del séquito que componen este libro, este artefacto, esta colección de notas a pie de página, como lo llama su autor, en el que vemos al mejor Vila-Matas, el que sabe hilar, entretejer con destreza, biografía, ficción, extrañeza, humor, quiebres de tono, y el lienzo final es “un tapiz que se dispara en muchas direcciones”. |