Por CLAUDIO GAETE BRIONES Imane Humaydane-Younes nació en 1956 en Ayn Enoub, pueblo libanés de la montaña drusa. Durante las confrontaciones regionales y luchas interiores que ensangrentaron el Líbano entre 1975 y 1990, ella vio vaciarse su región de una gran parte de sus habitantes. Actualmente vive en Beirut, donde realiza un estudio sociológico sobre los desaparecidos durante la guerra.
En 1997 publica Baa Mithl Beith Mithl Beirut en las ediciones Al Massar, un relato polifónico sobre cuatro mujeres que habitan en un mismo edificio durante la guerra. "Escribí este libro –afirma Imane– para expurgar toda la violencia contenida en mi cuerpo durante la guerra, para expurgar lo que vi, todas las imágenes condensadas en mis ojos, las humillaciones que vivimos en las barreras de los militares. Incluso ahora cuando evoco esos momentos siento una gran rabia, ¿cómo pudimos callar?, ¿cómo pudimos no reaccionar?". Tanto en el Líbano como en otras partes del mundo árabe la recepción crítica ha hecho notar que se trata de una ruptura neta en relación a las representaciones tradicionales de personajes femeninos. Éditions Verticales publicó en enero de 2004, bajo el título de Ville à vif, la traducción francesa que Valérie Creusot hizo del original árabe. De aquí provienen las siguientes (re)traducciones nacidas del azar electivo: caminaba entre las estanterías de la biblioteca municipal de Saint-Ouen, al norte de París, cuando me topé, sin ninguna referencia previa, con el libro de Imane. Traduje algunos fragmentos y los puse en verso, agregándoles además un título sacado de la misma novela o inventado por mí. Así fue la lectura: leí la novela como poesía y releí muchísimas veces algunos fragmentos como suele hacerse con algunos poemas. Las fronteras entre géneros literarios existen sólo para la teoría y las industrias editoriales, no para la escritura en lo vivo. VEN, QUIERO MOSTRARTE DÓNDE DORMÍA CUANDO NIÑA
Llegamos a la puerta de entrada, el vidrio quebrado. A través de los mocárabes de la reja veo los restos de nuestros bienes. Unos cuantos muebles aún intactos fueron puestos en el primer piso. Imposible abrir la puerta con una llave. La cerradura, torcida por un casco de obús. Lugares cerrados que ya ninguna llave consigue abrir –hay tantos hoy día. Veo unos niños que pichanguean cerca de aquí. Uno chutea la pelota que se eleva en el espacio antes de aterrizar en el balcón de una casa abandonada, medio en ruinas. El chico trepa hasta el balcón, agarra la pelota y la tira a la calle donde sus compañeros se pelean por atraparla. Desde abajo nos hace señas de que nos apuremos, por lo común los tiros se gatillan con la caída del sol. Otro afirma haber escuchado hablar de mí a mi tía que de tanto en tanto viene a verificar el estado de la casa y el terreno. Afuera veo un tarro en el que se abre una flor púrpura, una flor solitaria a merced del viento.
SOBRE ESTA VERANDA
Me acostumbré a instalarme en un sillón, la cabeza a la sombra, bajo las altas y poderosas ramas de gardenia y jazmín. Cuanto más crecían, más engordaba mi vientre. Ellas nos abrigaban de los rayos del sol, a mí y a mi pequeña, que aún nadaba en mis aguas profundas. NÍSPEROS
Desde el comienzo Pedro y yo teníamos la costumbre de juntarnos en el camino que conducía a los cementerios del pueblo. Primero pasábamos por el de los drusos, tumbas dispersas entre los robles sobre una colina. Piedras grises sobresalían como pezones en el muro del recinto y sus pequeñas puertas estaban pintadas de negro. Al fondo, en dirección al oeste se abría un camino transversal que llevaba hacia el valle donde se vertían todas las lluvias del invierno. Dominando este camino, el cementerio cristiano estaba separado del druso por un bosquecillo de abetos y álamos. Todo comenzó el día en que mi abuela me contó la historia de un viejo roble, un árbol secular cuyo corazón se creía habitado por una víbora negra que se alimentaba de cadáveres. Les mordía los ojos, les devoraba las entrañas y una vez saciada volvía a su refugio en el tronco del árbol. Nunca nadie veía esta víbora. De creer la leyenda, un subterráneo que sólo ella conocía comunicaba su nido con cada una de las tumbas del pueblo. Nunca les hacía ningún mal a los vivos ni le salía a cortar el camino a nadie. Entonces bajé al valle en busca del roble más antiguo y más imponente. Quería ver la víbora. Conforme avanzaba oía acelerarse los latidos de mi corazón. Al pie del viejo árbol se levantaban piedras gigantescas, vestigios de una necrópolis romana. Fue ahí que de puro azar encontré a Pedro por primera vez. Se había ocultado tras un árbol cerca del gran roble. Apenas me distinguió se puso a bombardearme con extraños frutos lanzando gritos guturales a fin de asustarme. Yo no me moví y ni siquiera levanté la mirada pues me había dado cuenta de su presencia incluso antes de llegar al famoso roble. Mi sangre fría y mi indiferencia le despertaron la curiosidad. Vivo y ágil como un lince bajó y se plantó delante mío. Luego, deslizando la mano en su bolsillo todo abombado sacó un puñado de nísperos rojizos y me ofreció algunos. “Toma, prueba, son las frutas más deliciosas que conozco.” Nunca había visto frutas como esas. Además, acababa de descubrir asombrada la existencia de este árbol. Era su refugio secreto, me dijo, aquí venía cada día. Durante algunos años este sería nuestro refugio. EN PLENA NOCHE
Sentada en el sofá, converso con los huéspedes instalados frente a mí en el gran diván. Les hablo un poco de todo y nada. Tan pronto los escucho responderme desparecen como por encanto. Estoy molesta, se van sin siquiera decirme adiós. Después la oscuridad trepa hasta la pieza hasta invadirla por completo. Me sorprendo desmoronada en el sofá, sin cobertor y con los pies entumidos. Tirito del frío que entra a saco por la puerta vidriera abierta de par en par a mis espaldas. Intento levantarme para ir a cerrarla. Me digo: son ellos, lo hicieron adrede, no soporto las corrientes de aire y ellos lo saben bien. En esta pieza oscura con las cortinas cerradas el sueño se apodera de mí de repente; pareciera ser siempre de noche. Ciertas horas, por los intersticios de las cortinas se filtran luces rosadas, se dispersan sobre el suelo en dirección a una pequeña mancha rectangular antes de parar en seco al pie de mi cama. LOS SUEÑOS TIENEN UN OLOR
Cada mañana me recordaba con su voz y los sobresaltos de su cuerpo. Farfullaba algo inaudible como si se ahogara. Nada salía de sus labios aparte de los estertores y gemidos de un hombre ya sin fuerzas, arrastrado en una riña y vencido por la dejación. Abría los ojos, me miraba, los músculos de su cara se relajaban. Enseguida sus párpados volvían a cerrarse y caía en el sueño. Toda calma me abandonaba cuando sus pesadillas lo acosaban. ¿Y si éste fuera el fin de nuestra vida anterior? ¿Si el hombre que duerme junto a mí en esta cama ya no fuera el hombre que conocí? Mi amiga Maha me hablaba. Yo no la escuchaba, hacía que la escuchaba. Una idea fija giraba en mi espíritu: estamos solos, perdemos nuestros amores y entregados a nosotros mismos no encontramos otro refugio que el calor de nuestros vientres. COMO NUSA
Antes sentía miedo. De noche. En cambio cuando daba el sol en mi departamento tirando ramos de luz sobre las paredes ya no sentía miedo. Después la vida cambió, todo cambió. Me acostumbré a la violencia del caos que reina afuera. Ya no recordé sobresaltada, horrorizada, nunca más salté de mi cama para bajar al refugio. Ajusté mi modo de vida a esta violencia a punto de tragarme. Ahora tengo una cama improvisada junto a la puerta principal y otra en el refugio. Pero siempre me siento tan sola, tan indiferente al sabor de las cosas. Todos los placeres pequeños a los que he renunciado, ahora vacíos de sentido. Nusa, mi gatita, anda igual. Ya no salta a mi cama, ya no viene a hacerse ovillo a mis pies. En la cocina había encontrado un rincón tranquilo donde disfrutaba de la tibieza que suelta el refrigerador. Por desgracia el barrio se quedó sin electricidad. Intenté explicarle que ese gran cofre blanco había perdido su razón de ser, pero ella no comprendió. DEFENSA DEL ÁRBOL
El jardín detrás del edificio, ayer poblado de palmeras, granados y bigaradios, se convirtió en garaje de vehículos militares. Al medio toda la vegetación fue arrancada para hacer espacio a los blindados. Heridos por los disparos, los árboles que se alzaban sobre los balcones ocultando la fachada del edificio se secaron sin que nadie se diera cuenta. ¿Quién sabe si los árboles no sufren también cuando bajo el choque de los bombardeos se vacían de su savia?
¿CON QUÉ MANO ESCRIBES? Después de la amputación de su brazo derecho tuvo dificultades para escribir con la otra mano. Era como si aprendiese a formar las letras por primera vez. –No tengo nada que escribir, además, ¿escribir qué?, decía. ¿Dónde quedó mi brazo? ¿está en la calle, en el lugar donde la ambulancia me recogió o fue el cirujano quien me lo cortó? ¿Ves?, mi brazo tiene una historia que no conozco, ¿cómo quieres que la cuente? –¿Y entonces? Tu brazo habrá quedado en el pavimento macerándose en un charco de sangre mezclada con el agua que arrojaron los bomberos o habrá sido tirado como algo perfectamente inútil en el tacho de la basura del hospital, ¿cuál es la diferencia?
LAS FACHADAS Y LOS HABITANTES
Ciertas noches, los ruidos en la lejanía y el percutido lancinante de la lluvia que cimbraba los vidrios cerca de mi cama me arrancaban del sueño. Levantando ligeramente la cabeza y parando las orejas intentaba evaluar la distancia que me separaba de la zona de los bombardeos. Afuera la noche lo cubría todo. Una noche infinita. Cuando los tiros se intensificaban ya no conseguía distinguir el estruendo de la tormenta de la tronadura de las explosiones. Si llovía a cántaros los obuses me parecían más soportables como si mojados también por la lluvia se amortiguaran y chocaran con menos brutalidad las fachadas y los habitantes.
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