Por JOSÉ IGNACIO SILVA Ese simpático proceso que empieza en la boca y termina en la tierra derecha del tracto intestinal no sólo nos permite vivir, sino también gozar. En una época en que el epicúreo y el gourmet de manual están a la orden del día, libros para abrir el apetito, y para amenizar la sobremesa.
Para encontrar a un sibarita que haya trasladado su diente largo a la literatura no debemos ir muy lejos, más bien hacia Maule, hacia Lincantén, y encontrarnos con Carlos Díaz Loyola, más conocido como Pablo de Rokha, quien escribió el –literalmente- más sabroso poema de la lírica nacional, la “Epopeya de las comidas y las bebidas de Chile” (que el lector puede encontrar en Editorial Universitaria). Llamado originalmente “Teogonía y cosmología del libro de cocina”, fue compuesto en una época en que no existían ni el colesterol ni la arteriosclerosis, y había solamente un guatón por curso. Todo este infernal catastro de manjares tuvo como origen las vivencias del niño De Rokha, quien erró por una miríada de pueblos de la región del Maule, acompañando a su padre, jefe de resguardo en un sector cordillerano. Asimismo la experiencia como administrador del fundo Curillinque le aportó de primera mano el material para componer este poema. Como tenía que ser en De Rokha, el autor opta por el desborde rabelesiano marca este poema, un catastro detallado de nuestra mejor gastronomía criolla, signada por el exceso infernal. De Rokha, un autor cuya vida estuvo signada por el fracaso y la debilidad más humanas, no escribió textos felices, pero sí al menos escribió con todos los sentidos a pleno, y esta es una muestra de ello. Leámoslo en su exceso pantagruélico, leámoslo y que se haga agua la boca, y se desee una de pino, una sopaipilla con mostaza, un ajiaco o lo que sea: “Si fuera posible, sirvámonos la empanada, bien caliente, bien caldúa, bien picante,/ debajo del parrón, sentados en enormes piedras, recordando y añorando/ lo copretérito y denigrando a los parientes, cacho a cacho de cabernet talquino,/ y la sopaipilla lloviendo, con poncho, completamente mojados, entre naranjas y violetas,/ acompañados de cura párroco y borrachos”.
Karen Blixen, más conocida como Isak Dinesen, y aún más conocida como Meryl Streep, es más que leones, fieras y aldeas africanas. Isak Dinesen es también, y mucho, Dinamarca. Porque Karen Blixen aportó estampas de la ardiente Kenia, pero también instantáneas de su gélido país natal. Quizás una de las más hermosas es “El festín de Babette”, historia que ganó fama mundial cuando la película (muy mal traducida a “La fiesta de Babette”), dirigida por Gabriel Axel y que se adjudicó el Oscar en 1987 por mejor película extranjera, poco después de que el filme “África mía” Sydney Pollack, se lo ganara absolutamente todo en los Óscar de 1985. El relato (incluido en el libro “Anécdotas del destino”) cuenta la historia de dos viejas y solteronas hermanas, hijas de un pastor luterano, que viven en una perdida y rural aldea danesa, suspirando por una juventud perdida e infeliz dada la estricta formación puritana a la que fueron sometidas. Tras la muerte del padre, las hermanas quedan como guardiana de la estricta moral, y para ello deben renunciar a cualquier atisbo de placer. Ni siquiera a comer pan con algo de mantequilla. Nada. Hasta que aparece Babette, una francesa fugitiva de la Comuna de París, quien llega a esta aldea danesa, con una carta de Achille Papin, tenor que en su juventud se enamoró de una de las hermanas. Un día Babette se gana la lotería, y para agradecer a las hermanas el refugio prodigado, les arma una comilona con bombos y platillos, que es un terremoto en el pechoño poblado, y aunque los invitan a comer, se deciden no gozar del banquete por lo pecaminoso que es disfrutar de un platillo. Al final, los ñoños comensales se entregan al placer de la sopa de tortuga y los buenos mostos, y terminan la comida espirituados, con sus represiones y miedos disueltos, cambio del cual la sacerdotisa es Babette, la embajadora del placer, la gestora de la unión del alma y los sentidos.
Permita el lector que nos vayamos al lado pop del espectro, permita el lector que nos vayamos al lado bestselleriano, del espectro, pues es en ese lado, que muchos prefieren obviar, en que se encuentra una de las novelas latinoamericanas donde al corazón se llega a través del estómago. Hablamos de “Como agua para chocolate” (eufemismo cuate para señalar la calentura), de la mexicana Laura Esquivel, volumen que es una gran cacerola, un gran cocimiento en el que se echaron romance, comida, y realismo mágico (el cadáver el boom estaba tibio por entonces). La historia (también llevada al cine en 1992, esta vez por el director Alfonso Arau) trata sobre Tita de la Garza, una jovencita a la que le tocó nacer y crecer en una estricta casa de familia, enclavada en plena Revolución Mexicana. Tita, como hija menor, debe olvidarse de cualquier escarceo amoroso, o placer mínimo, porque es su deber familiar el cuidar a su madre hasta que espiche, en buenas cuentas, convertirse en una empleada puertas adentro. Hasta ahí todo bien. Pero la cosa se complica cuando entra en escena Pedro Muzquiz, el guapetón de quien se enamora Tita. Por supuesto, el amor no puede ser, pero Tita, a la que se la daba harto bien la cocina, decidió transmitir su potente ardor corporal a las viandas, cosa que cuando Pedro se zampara una enchilada, un guajolote o lo que sea, fuera como si Tita le dijera “Te amo” (no “te amo, güey”). Cuento corto, Pedro se casa con la hermana de Tita, y ya pasado el tiempo, Pedro viudo, Tita huérfana y sola, deciden consumar su amor tanto tiempo callado, tanto tiempo tapado por comida, tanto tiempo en la nada, haciendo el amor, épicamente, maravillosamente, con rosas, querubines, y boleros. Salvo que Pedro muere mientras estaban en lo mejor, y, como no podía ser de otra forma, Tita se suicida para acompañar a su amado, cual Julieta tras su Romeo, bien alimentado.
Y porque el mundo es mundo, y porque Viña tiene festival, y porque no podía ser de otra forma, este catastro de libros suculentos no puede obliterar, no puede ignorar al gurú de los tragaldabas, al mentor de los cosmopolitas de tv cable, al sumo sacerdote de los viajeros cool y los amantes de la buena mesa. No podemos dejar de lado al inefable Anthony Bourdain, el chef neoyorquino que recorre las calles del mundo comiendo cuanta cosa le ponen por delante (y sin engordar un gramo). Ultra famoso por su programa “Sin reservas”, transmitido en Chile por Travel & Living, ahora sus libracos llegaron a las librerías nacionales, de los cuales destaca “Sucios bocados”, editado por Nuevo Extremo. El libro va de lo que siempre va cualquier cosa que huela a Anthony Bourdain, viajes y comidas. El tema es que Bourdain (o mejor dicho el editor) ordena la retahíla de apetitosas anécdotas, textos periodísticos y escritos dispersos del entrecano trotamundos de paladar y humor negros, a partir de los sabores (salado, dulce, amargo, etc.). Bourdain relata con la sinceridad de un rockstar que ha estado en gira durante demasiado tiempo, con ese dejo de ironía de tipo que viene de vuelta, que lo ha comido, tomado y consumido (no es de los trigos limpios el hombre) todo, elegante como un bistro de Manhattan. No sólo da detalles de todas las inmundicias que le vendieron como manjares, se queja de que la comida a la antigua se está perdiendo en insulsos restaurantes onderos, sino también revela el backstage de su tan glamoroso y envidiado empleo, en el que ha estado metido, además del obvio atractivo de comer y viajar a todos lados, por el entusiasmo que aún destila entre sartenes y pasaportes.
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