Por JAVIER SANFELIÚ Está difícil para Juan y para María. Llevan más de tres meses sin tener contacto físico y es improbable que el espíritu santo se vaya en esas voladas, porque más bien engendra visiones pero nunca provocaciones eróticas.
El espíritu Santo no visita ningún pornoshop porque no necesita la fornicación para procrear. En rigor, el Espíritu Santo no sabe –ni quiere saber- de sábanas húmedas ni de fluidos corporales.
Pero Juan y María están inquietos. No hablan mucho del tema, rellenan con cuentas del supermercado, con lo que hizo Juanito en el jardín, con la comida del gato, con lo que hicieron en los trabajos y el stress que les provoca la oficina y entonces hablan en diminutivos, se hacen unos cariñitos locos y pocos y miran la televisión. Y la televisión tiene un idioma curioso. Porque la televisión se hace en torno a un concepto raro pero instaurado en oficinas lyncheanas. Hablan de la gallá, de lo que la gallá quiere, de lo que la gallá pide, de lo que la gallá consume. Cosas de alto rating como un asesinato grabado in situ en el puerto, como un feroz accidente en el centro donde murieron doce personas calcinadas, de cómo roba la gallá, la misma gallá que pide la televisión que ven Juan y María. Y entonces huyen rápido y se pasean nerviosos por los canales de la Venecia mediática, y se topan con el sexo que deberían tener en vez de tener miedo. Un sexo de verdad, tú sabes, con ligas, con siliconas, con caños y elongaciones propias del ashtanga, y claro, de una duración ilimitada, gimnástica, casi olímpica, con gemidos de tigre y mordiscos y abrazos de boa. Lo de verdad, tú sabes. Lo que hay que tener. Pero claro. Juan y María se sienten desolados. No son el estereotipo de los campeones. Son más bien gente común, sepultados debajo de una torre gemela de deudas, obligaciones, oficinas y deseos insatisfechos. Quisieran ser normales como la gente que vive en la televisión, esa que va a fiestas en balnearios llenos de gente ebria en pelota disfrutando, de verdad disfrutando la vida. Gente sin la dirección del Espíritu Santo en sus cabezas, sino más bien con El Diablo tocándoles los genitales como un xilofón, creando la melodía vital que cruza la sinfonía del sexo all inclusive. Lamentablemente Juan y María no están suscritos al canal que no se transmite en la televisión sino en la vida misma, donde está lleno de Juanes y Marías que se encontraron en un lugar donde nunca pensaron encontraron nada, se miraron a los ojos y se sintieron atraídos por algo más curioso que el caos del universo. Y bailaron la cueca de la seducción calladitos, conversando, tirándose sogas, bengalas y salvavidas desde los ojos, todo firmado por sonrisas que emergen desde las profundidades misteriosas de estar acá comiendo segundos como locos. Y que simplemente dejaron existir eso que no se hace para tapar con diarios soledades ni egos mal diseñados, sino más bien para vivir el carnaval que celebra eso de estar aquí parados de cabeza en la tierra afirmados por una fuerza de gravedad tan ridícula como alucinante. Yo rezaría por Juan y María. Aunque no creo en nada, rezaría por ellos. Para que algún día despierten de ese extraño sueño de vivir una vida de polurietano. Una vida inventada por comités con la caña. Y que se miren de frente y vean en las únicas pantallas válidas la realidad: que, como dijo el tío Jorge, respiramos y dejamos de respirar. Y que antes de que eso suceda, se peguen el polvo de su vida, el polvo que se merecen, porque vaya que es raro todo, pero no por eso, menos exquisito. Y las buenas personas, merecen pasar por el banquete. Pero ese sin edulcorantes ni saborizantes. El de verdad, que basta y sobra para gritar Viva Chile. |