Por JOSÉ IGNACIO SILVA Imposible abordar un recorrido literario de la carne, sin recurrir a uno que la frecuentó con una asiduidad pasmosa y fabulesca: Charles Bukowski.
Casi siempre saliendo de la resaca, para entrar de inmediato en la borrachera, los momentos de desopilante lucidez del narrador, que entre orgías y borracheras poco glamorosas, cautivó por su sentido de la aventura. El conjunto de relatos “Erecciones, eyaculaciones y exhibiciones” es uno de esos ejemplos, que, desafortunadamente sólo está disponibles en la traducción española de Anagrama, por lo que debemos lidiar con soplapollas, coños y gente que se corre y otras palabras que entrampan la comprensión, y que son las verdaderas obscenidades. Con todo, el libro es la apertura, -y el anzuelo favorito, de muchos incautos- de la experiencia Bukowski, sólo unos cuantos episodios de Henry Chinaski, el alter ego del autor, que continúa sus realistas y sucias andanzas (“malditas”, para usar el lugar común) en otros volúmenes como “La máquina de follar”. La obra más conocida de Bukowski alterna calentura, escritura y resaca, y este volumen es uno de los representantes top of mind, en el universo de Hank Bukowski, el malabar de esas tres clavas, y con el humor negro siempre prensente.
Otro estadounidense, Henry Miller (1891-1980), escribió casi una biblioteca de libros icónicos del sexo. Uno de ellos es Trópico de Cáncer (1934), novela que se ambienta en la Francia de la vanguardia y la preguerra. Narrada desde la omnisciencia sucia de su narrador-autor, Henry Miller se pasea entre el retrato a amigos y artistas de la época, llegando incluso a perderse en un fluir de la conciencia; pero son las gráficas escenas de sexo lo que encendió las mejillas de la gente bien de la época, mientras que hacía subir la libido de cachondos chiquillos que leyeron el libro a hurtadillas (pues estuvo 27 años censurado en EE.UU.), décadas antes de que apareciera algo siquiera remoto a lo que hoy conocemos como Playboy. Fuerte, muy fuerte, desde los piojos que invadieron las axilas de una selecta amistad, hasta reflexiones profundas sobre el estado del arte y la cultura, todo dentro de un mismo saco, donde el ingrediente más suculento es la charla abierta de sexo, explícito como la mejor porno, literatura cruda que después fue manantial de pleitesía para los celebérrimos beatniks. Pero primero fue Miller y su reflexiva erección.
Quizás el “Hamlet” de la literatura erótica sea “El amante de Lady Chatterley”, obra del inglés D.H. Lawrence (1885-1930), un libro que tiene al sexo como un acalorado volador de luces, pero que en realidad encierra bastante más. Escrita por Lawrence en la ciudad de Florencia en 1928, solamente pudo ser editado en el Reino Unido en 1960 (del todo interesante es el relato que hace J.M. Coetzee de este tormentoso proceso judicial y que permitió la posterior edición, en su libro “Contra la censura”). El mundo inglés post victoriano no aceptaría tanta carne palpitante en sus bibliotecas, y eso Lawrence lo sabía. Pero como todo lo erótico tiene el poder irrefrenable de ver la luz, el libro fue impreso clandestinamente en 1929, y circulando por mano, se erigió como un objeto de deseo de tomo y lomo. La historia, que el autor quiso titular “Ternura”, trata no solamente de una carnal y tórrida relación entre un hombre y una mujer, sino que, para coronar la torta con la mejor guinda, él era de la clase trabajadora y ella una aristócrata de irreprochable, (y llega un momento en que el obrero guardabosques sodomiza a la elitista dama, dejando la mesa servida para el simbolismo de la lucha de clases) ecuación perfecta para lograr el escándalo, que en efecto se produjo en Inglaterra con la difusión de la obra, que estaría basada en la vida doméstica de David Herbert Lawrence.
El poeta francés de origen polaco Guillaume Apollinaire (1880-1918) revolucionó la literatura moderna, pero también supo alborotar al recatado público francés de las primeras décadas del siglo pasado. Esto lo logró no mediante la poesía, sino con un género por el cual el caligramático autor es menos conocido. El ejemplo es “Once mil vergas”, novela publicada en 1907, y que cuyo título nos deja a las claras que el lector no tendría en sus manos un libro de corte precisamente familiar. Muy por el contrario, el volumen es un detallado y descarado catastro de todo lo más perverso que se podía imaginar en la época, sadomasoquismo, pederastia, zoofilia, necrofilia, y… uy, homosexualidad. Todas estas conductas, del todo reñidas con la moral y las buenas costumbres de ese entonces, las vivió el sediento cuerpo del protagonista, el príncipe “Mony” Vibescu, que tras un buen rato de ser el juguete sexual del vicecónsul de Serbia, opta por refinar el paladar y degustar otras cuerpos, sin importar de qué tipo o color sean. En la búsqueda el noble no queda desatendido, pues su bien dotado ayuda de cámara sacia su inconmensurable apetito lúbrico, al tiempo que los peluqueros y asistentes del monarca también hacen lo propio, poniendo a disposición su funcionarias carnes. Para agregarle variedad al tema, digamos.
|